Cuando Socorro Mosquera está disgustada, su voz grave parece un vendaval capaz de despeinar un bosque, pero al interpretar un alabao se asemeja al murmullo del río Atrato, donde nacen estas melodías melancólicas.
Hace unos 30 años la conocí. Entonces, ese vozarrón indómito era el que más sonaba en las agrestes colinas de las Independencia que estaban aún lejos de ser la zona más visitada de Medellín, como lo son hoy. Por el contrario, pocos se atrevían a subir, porque, por un lado, en este pesebre de casas colgantes, al ir por los caminos lisos y estrechos se corría el riesgo de rodar hacia cualquier techo, pero además porque la zona la dominaban las milicias populares, unos grupos armados que eran una simbiosis de Robin Hood y guerrilla y que habían expulsado a las bandas.
La negra Socorro vivía en Independencias III, coordinaba el restaurante comunitario y un grupo juvenil. Por eso se le veía disponiendo los platos plásticos para el almuerzo de los niños y al instante, organizando un partido de fútbol u otra actividad lúdica con los muchachos más grandes, y hasta se metía a reforzar algún equipo.